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jueves, 11 de diciembre de 2008

Simplemente Teresa

Estaba viendo una película cuando oí el ruido de la llave en la cerradura. Entró cantando como de costumbre. Enseguida el aire se llenó con su perfume y las mariposas de mi estómago se alborotaron inquietas. Llenó con su sonrisa el salón y vino directamente a sentarse sobre mis rodillas. Sus labios eran dulces. Soltó una risita al notar mi erección y volvió a besarme antes de levantarse apresurada diciendo que se iba a poner cómoda. Estaba ya casi en la puerta cuando se volvió y me dijo:
-¡Se me olvidaba! Tienes una postal.
Giró sobre sus talones y la extendió hacía mí ignorando mi cara de desencanto En ese momento lo único que me interesaba era volver a tenerla sobre mis rodillas.
-Por cierto, ¿Quién es Teresa?


Ella dormía con la cabeza recostada sobre mi hombro. Una mata de pelo negro y rizado cubría parte de su cara y hombros y bordeaba unos pezones pequeños y puntiagudos duros como la punta de clavo. Eran tan sensibles que en ocasiones no podía evitar estar horas y horas acariciándolos, lamiéndolos, retorciéndolos, mordiéndolos, atento a los cambios en su cara que el placer iba provocando.
Me encantaba ver como su cuerpo se arqueaba y una fina película de sudor cubría su piel sedosa segundos antes de que los gemidos fueran tan incontrolables que ella, en un afán inútil de no escandalizar a los vecinos, trataba de ahogar mordiéndose los labios. Me miraba entonces de esa manera tan particular suya, mezcla de súplica y desafío que daba a su cara aniñada ese aspecto de mujer fatal, viciosa e insaciable que tanto me excitaba, y que sin duda era uno de los atractivos principales entre su numerosa clientela.
Cuando el orgasmo estallaba en su mente, su cuerpo desmadejado se agitaba convulsivamente, empapado. Sus piernas hasta entonces abiertas esperando una penetración que no llegaba, se cerraban con tanta fuerza que las rodillas una contra la otra pasaban del blanco natural de su piel a un color casi traslucido. Se diría que huesos y venas pugnaban por escapar del estuche de carne que les rodeaba. Yo seguía acariciándola con suavidad, sin poder dejar de mirar su cara de satisfacción: mejillas encendidas, ojos cerrados, sonrisa de Mona Lisa. Dejaba escapar entonces esos gemidos de recién nacido que tanto me asustaron la primera vez que los oí porque pensé que lloraba.
A veces era malo, lo reconozco y antes que pudiera recuperarse mis dedos ya pellizcaban y retorcían esas pirámides oscuras que coronaban sus pechos excitándola de nuevo y provocándole un nuevo orgasmo mas fuerte que el anterior y antes de que el mecanismo secreto de su cuerpo la hiciera cerrar las piernas la penetraba con fuerza y me moría de gusto al sentir mi sexo aprisionado por las paredes palpitantes de su vagina. Me enervaba oírla gritar sin moderación mientras yo la embestía una y otra vez ciego de placer, inmovilizándola con mi cuerpo y fundiéndome con ella hasta que la sangre se me espesaba en algún punto de mi estómago, mi mente estallaba y me desplomaba sobre ella mientras me vaciaba en el infierno de su vientre.

No tenía un cuerpo de modelo pero a mí siempre me había parecido preciosa. Estar con ella era como internarse en un paisaje interminable de colinas por explorar que invitaban a perderse en ellas para siempre. Se conservaba bien a sus cuarenta años, era coqueta y aún en los momentos en que la pasión desencaja los cuerpos, enreda cabellos y diluye maquillajes ella sabía como sonreír, como entornar los ojos o simplemente como adoptar una pose lánguida de gata satisfecha que la hacía la más atractiva de las mujeres o al menos eso me parecía a mí, que nunca logré quitarme del todo el miedo, atracción y respeto que me provocó su aparición en el dintel de su puerta aquella primera vez.
Yo tenía veinte años y una calentura cultivada durante cuatro largos años. Cuatro años de amores solitarios y aventuras furtivas que acababan en un polvo apresurado que aliviaba el cuerpo momentáneamente pero que no se parecía ni remotamente a las fantasías acumuladas en intensas noches de toqueteos frenéticos y largos días de estudio y trabajo rodeado de mujeres que me consideraban el mejor amigo del mundo y no se planteaban ni por un momento que quizás también podía ser el mejor amante.
La idea de pagar por sexo me pareció descabellada desde el primer momento pero no la deseché y se enquistó en mi cerebro como quien no quiere la cosa y fue conquistando espacio con una velocidad de vértigo arrasando todas las imágenes que habían poblado mis más oscuros deseos durante años.
No sé que fue lo que me hizo decidirme pero después de leerme a fondo la sección de contactos la elegí a ella, quizás porque era la única que no ofrecía mil y una técnicas amatorias con absurdos nombres de idiomas.
El texto de su anuncio era escueto:
“Mujer de 40 años cariñosa y con ganas de hacerte feliz. Teresa, 659456382”
Recorté el anuncio y lo guardé en la cartera. Tardé más de un mes en sacarlo de allí, unas cuantas horas en llamar y unos cuantos titubeos antes de quedar con ella dos días después.
Su voz me decidió. Era grave pero cálida, sugerente, envolvente. Me hizo suspirar, estremecerme y derramarme empapado en sudor esas dos largas noches de espera tan solo con rememorarla. “No podía ser de otra manera”- pensé cuando pude ponerle cara y cuerpo.
-Pasa, no te quedes en la puerta-me indicó con una sonrisa franca y nada afectada.
Yo no sabía como comportarme pero todo fue más fácil de lo que pensaba. Ella era una profesional y tras cobrar por adelantado lo convenido, me hizo sentar en un sofá y me puso una copa de whisky entre las manos.
-Y bien corazón, ¿qué quieres exactamente?-dijo mirándome a los ojos y acariciándome la cara con dulzura, más como una madre que como una amante.
Apuré la copa de un trago y gasté mis últimos cartuchos de valor explicándole que no quería un simple mete-saca si no algo más personal, un poco de conversación, mimos, cariñitos... sin estar pendiente del reloj.
Sonrió y me beso en los labios con dulzura. Yo siempre había creído que las putas no hacían eso y desterré mi sorpresa y mi pánico al más remoto lugar de mi mente lo más rápidamente que pude y le devolví el gesto con un beso apasionado cargado de urgencias y deseos.
Poco a poco nos fuimos desnudando dejando un rastro de prendas desde el salón hasta la cama. No podía separarme de ella, mis manos exploraban sus curvas delirantes y el sabor de su piel explotaba en mi paladar como si de una fruta madura se tratara. La descubría y me descubría a mi mismo, temblaba con cada caricia suya y jamás creí que mi cuerpo fuera tan erógeno, nadie me había tocado así. Cuando subió sobre mi como una amazona indómita me abrasé en su fuego y le rogué a los dioses que aquello no fuera un sueño. Abrí los ojos de par en par para no perderme el espectáculo de su cuerpo balanceándose sobre el mío, de sus muslos robustos presionando mi cuerpo, de sus pechos subiendo y bajando, de su cara de vicio, de sus manos pellizcándome los pezones, de su culo golpeando mi cadera. Restringí los sonidos que llegaban a mis oídos para no perderme sus jadeos, sus gemidos de gata en celo, sus susurros, las palabras que decía para enardecerme y me olvidé que era una puta. Olvidé que había pagado por que me quisiera. Olvidé que yo era uno más y la amé, y la estreché entre mis brazos cuando simuló un orgasmo y la apreté bien fuerte mientras la volteaba y poniéndome sobre ella la penetré de nuevo mientras saboreaba aquellos pezones puntiagudos y conseguía, esta vez si, que su cuerpo se convulsionará y entre gritos nos corrimos los dos y la besé, y dejó de ser una puta para ser simplemente Teresa.

Sus piernas robustas apenas aparecían y desaparecían cubiertas por las sábanas. A ella no le gustaban y a mí me parecían maravillosas y me entretenía en descubrirle nuevos puntos sensibles con mi lengua. La primera vez que intenté hacérselo ella se resistió y no volví a intentarlo hasta un año después. Para entonces yo ya no era un cliente, me había convertido en su amante habitual primero y en un amigo después. Se dejó hacer reticente, más tarde me confesaría que nadie se había fijado en sus piernas y que eso era lo que había acabado de convencerla de que eran horribles. Empecé por los dedos del pie derecho, lamiendo despacio mientras acariciaba su pantorrilla, saboreé su empeine hasta llegar al tobillo, mordisqueé su talón deseando devorarla entera. Arrodillado ante ella, con su pierna sobre mis hombros, no podía dejar de mirar sus muslos abiertos, su sexo rojizo empapado, su pequeño clítoris asomando entre los suaves labios. Llegué a sus rodillas y toda ella era ya sensibilidad pura, al menor roce se agitaba, su piel erizada pedía más a gritos, sus pezones desafiaban a la gravedad de una manera espectacular y una sacudida recorrió su cuerpo cuando mi lengua se posó en su sexo, abriéndolo despacio para saborearla una vez más antes de volver a empezar con la otra pierna sabiendo que lo que ella deseaba en ese momento en tenerme encima taladrándola sin piedad hasta hacerla enloquecer. Su mirada me suplicaba y yo seguí despacio, arrancándole gemidos con mi aliento, glorificando con mis dedos y mi boca aquellos muslos de seda que me ahogaban y a los cuales no quería abandonar. Sentí llegar su orgasmo antes de que empezara a gritar cuando eche mi aliento sobre su clítoris y la penetre con mis dedos despacio pero cada vez más profundamente. Se arqueó y empujo mi cabeza contra su sexo, al instante mi cara quedó empapada con sus jugos mientras su vagina parecía querer cortarme los dedos a cada contracción. No le di tregua, sin sacarle los dedos la ayude a ponerse de espaldas y así a cuatro patas sustituí mis dedos por mi sexo ansioso y la embestí con fuerza como a ella le gustaba, mis dedos se clavaban en sus caderas y ella gritaba pidiéndome más deshaciéndose en una serie de orgasmos encadenados que parecían no tener fin. Caí rendido sobre ella, ebrio de placer sin haberme corrido pero feliz.
Con los años nuestra amistad se fue intensificando y los fines de semana se repartían entre su casa y la mía. Crecí a su lado y me dejé moldear por ella ávido de aprender todo lo que quisiera enseñarme. Fue una amante pero también una madre, una amiga y una hermana. Yo no le preguntaba por su trabajo y ella no me daba explicaciones. La nuestra era una curiosa relación de pareja, no había amor entre nosotros pero si una curiosa dependencia sexual que crecía al mismo tiempo que la amistad.

Ella se dio la vuelta sin despertar y automáticamente me pegué a su espalda, su sexo contra sus nalgas. Me aparté un poco de ella, levanté la sábana para mirar su culo antes de volverme a pegar. Me sorprendió que me pidiera que la azotara, apenas si la había visitado tres o cuatro veces, todavía era su cliente y en mis fantasías nunca había entrado la violencia. Ella me enseñó la diferencia entre violencia e incitación. Me hacía sentar en el sillón orejero de la sala y se tumbaba de espaldas sobre mis rodillas, con el tanga enredado en sus rodillas.
-He sido mala-me decía con una mueca traviesa en su cara.
La azotaba despacio con palmadas suaves, a cada golpe la carne trémula de sus nalgas temblaba y notaba como ella se arqueaba más, provocándome. Yo le seguía el juego, golpeándola cada vez más cerca de su sexo que ella consciente o inconscientemente dejaba al descubierto al abrir las piernas. La notaba caliente y cada vez más excitada y seguía con las palmadas al mismo tiempo que dejaba colar mis dedos por su raja húmeda y ávida de mí. Veía como se enrojecía su culo casi tanto como su cara y mi sexo crecía bajo ella aprisionado por los pantalones que ella cruel, no me había dejado quitar. Poco a poco sustituía los azotes por caricias, le separaba delicadamente los labios carnosos de su sexo y la masturbaba con toqueteos suaves en su clítoris y amagos de penetración hasta que no podía más y me pedía a gritos que la follara de una vez. Incapaz de resistirme, la tumbaba sobre la alfombra y desabrochándome a toda prisa el pantalón, sin acabar de quitármelo se me iba el alma entrando y saliendo de su sexo como un poseso mientras le susurraba al oído: “Creo que tendré que castigarte más a menudo” cosa que provocaba su orgasmo y como respuesta el mío.
Con el tiempo estos juegos se fueron espaciando al mismo tiempo que las visitas, cada encuentro era menos apasionado que el anterior y las confidencias sustituían a los orgasmos. La amistad sustituyó al sexo y la distancia apaciguó las llamas hasta que llego un día en que oír Teresa no me hizo hervir la sangre, ni me esponjó los huesos, ni me anuló la razón y comprendí que nuestro tiempo había pasado.

-Teresa... ¡es una larga historia! Si te portas bien y no tardas demasiado en quitarte ese traje antes de que te lo arranque a mordiscos... ¡Quizás te lo explique!
-Jajajaja ¡Eres un chantajista!- me dijo empezando a desabrocharse la blusa con un mohín de niña caprichosa.

2 comentarios:

RAMON MUNTAN dijo...

Teresa (perdón vecina) escribes como si bailaras sobre el teclado, cada frase ejecuta de forma magistral el ritmo que la historia le marcó desde que la imaginaste. Leer tus cuentos eróticos es como sumergirte en una sugerente danza, donde los personajes y las situaciones te rodean y acarician como en un akelarre solsistial.

Escribe más vecina, no te limites a un cuentecito de uvas a peras, y explícanos todas las cosas que puedes contar.

Eres extraordinariamente buena.

Un beso.


PS:

Sigo mirando cada noche la chimenea esperando que aparezcas.

;)

RAMON MUNTAN dijo...

Vamos a cambiar de año y tú sin bajar por la chimenea.

;)

Feliz año nuevo vecinita.